“¿Amor? Vamos, la gente no quiere amor. La gente quiere triunfar, y una de las cosas en las que puede hacerlo es en el amor”.
Charles Bukowski.
Es una noche cualquiera. Un viernes cualquiera de un abril cualquiera. No es una historia nueva: al principio no es una hostia. Ni siquiera un empujón. Pero, poco a poco, todo cambia: él se va poniendo gordo, más grande. Ella, más flaca a medida que pasan los días. Él con rojo en las mejillas, vigoroso. Ella vaciando sus ojos de luz, apenas una caricatura de sí misma. Él: poderoso. Ella: derrotada.
Aunque él lo niegue, tenía miedo. Una clase de miedo muy especial: ese miedo que primero paraliza y encoge el alma. Luego ese miedo da paso a la demencia, y de ahí se pasa a la acción. Así que, por mucho que le estuviera reventando la cara a golpes, estaba muerto de miedo. Extasiado por la locura y por la ira del momento, pero muerto de miedo. Ella también lo sabía. Que no era él quien le pegaba, no. Cómo podía estar pegándole su marido. Su Miguel, el hombre del que se enamoró. El padre de sus dos hijos. Él no podía ser. Es otra persona, se decía entre golpe y golpe. Y, si es él, debe estar muerto de miedo, pensaba en la retahíla de patadas. También ella tenía miedo.
También el miedo actúa como motor: aquella noche en que Violeta echa a correr de madrugada en busca de ayuda. Baja las escaleras, destartalada. Un portazo y ojos que se abren. Una persecución por la calle y un coche de policía a lo lejos. Apenas ve bien por un ojo, el moretón le estorba al mirar. El coche de policía está vacío. Violeta grita. Una mano de Miguel sobre su boca. La otra le tira del pelo. Un derribo, un puño y ella pierde el conocimiento. Hora de quedarse en casa, dice Miguel.
Ves todo desde la puerta de casa: Violeta en los brazos de Miguel, inconsciente y con un hilillo de sangre en la ceja. Él como un justiciero de película de serie B: camiseta de pijama, calzoncillos de tela y descalzo. Se detiene antes de entrar. Ella: un reo en los brazos del verdugo. Una mirada que barre la calle de lado a lado. Sonríe. Besa a Violeta y entra en casa, cerrando con suavidad. Los niños duermen.
Tú lo sabías, claro que lo sabías. Porque tú lo sabes todo en esa casa. Ves y oyes, pero callas. Porque el destino ha tenido la desfachatez y la puntería de no darte voz. Tú sabías todo: que sí era Miguel quien pegaba a Violeta. Sí era Miguel quien llegaba a casa borracho y oliendo a otras personas, a otras casas. Aunque no siempre fue así. Hubo un tiempo en que también sabías que se querían. Que se querían de verdad, quieres decir, pero sabes que la envidia le convirtió en un monstruo: nunca soportó que a ella le fuera bien en el trabajo y él tuviera que quedarse en casa.
Sabes que los niños no saben nada. Sabes que se limitan a cerrar los ojos con fuerza, como queriendo aplastar con la oscuridad de detrás de sus párpados lo que han visto una vez más. Sabes que Blanca le ha enseñado a Pablo a taparse los oídos: así, apriétate muy fuerte, le dice. Y sabes que detrás de esa intención hay una hermana mayor preocupándose por su hermano pequeño. Sabes que ellos no saben más que lo que ven y oyen día sí y día también. Esto es algo normal, les dice su padre: mamá ha sido mala, pero vosotros no podéis hablar de esto con nadie. Ellos asienten. A ti no te dicen nada. Porque dicen que no sabes nada, y por eso no puedes decir nada. Eso creen. Claro, cómo ibas a poder decir algo. Sólo eres el perro.
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