Érase una prisión custodiada por un viejo carcelero. Todas
las noches hacía ronda para ver que todos los presos descansaban, o al menos
para cerciorarse de que no había escándalo. Desde su incorporación no se habían
producido incidentes reseñables, pues el carcelero acostumbraba a tratar con
los presos. Cuando un convicto era añadido a los allí encerrados, el carcelero
cogía el taburete de su garita, se sentaba frente a la celda y conversaba.
Entonces el reo era sometido a un proceso de deconstrucción en el que todo su
mundo parecía quedar reducido a la voz de aquel anciano.
Nadie quería hablar con el carcelero. A pesar de no
juzgarles, aquel hombre parecía tener la habilidad de cuestionar todo cimiento
que soportara su ser. Los presos confesaban. Admitían intimidades muy lejos del
motivo por el que entraron en la cárcel. La voz del anciano era lo que los
antiguos atribuían a las sirenas en la
mar. ¿Por entretenimiento? Tal vez, pero nadie sabía por qué realizaba todo
esto. Al viejo le gustaba decir que era
una cuestión de pura humanidad. Sea como fuere, cuando el carcelero hacía su
ronda todos se tapaban los oídos y agachaban la cabeza. Entonces el anciano
sonreía satisfecho.
Una noche de lluvia fina, el anciano vigilante se encontraba
en su garita. Hacía mucho frío. El olor a café daba cierta sensación de calidez
y hogar. De pronto, una puerta abriéndose: una cabalgata de pasos desordenados.
Forcejeo y empujones. La celda cerrándose. El viejo apuró lo que quedaba en la
taza: tocaba trabajar. Taburete en mano enfiló el pasillo que separaba la
garita de la nueva incorporación a la lista de convictos. Era una joven.
Veintipocos, pensó.
—Buenas noches, señorita —comenzó el viejo.
—No tengo nada que hablar contigo. Déjame en paz —sollozaba.
—Oh, vamos, seguro que algo tienes que contarme —sonreía el
carcelero— ¿Qué te trae por aquí?
La joven levantó la cabeza y se apartó los rizos de la
frente. Miró al anciano a los ojos, limpiándose la cara con la manga. El anciano se sobresaltó, pues nunca había
visto unos ojos como aquellos: una mirada de fuego y del color de las llamas.
La joven ya no lloraba. Miraba fijamente a su acompañante: rímel corrido y
despeinada.
Conversaron como hoguera y ventisca. La voz del carcelero,
profunda e infinita como el eco de las cavernas. La mirada de la encarcelada,
incandescente y rebelde como una estrella que se niega a morir. Él buscaba un
resquicio al que agarrarse. Una forma de ganar terreno. Algo de lo que tirar
para vencer en una batalla que por primera vez no ganaba con facilidad. Ella
era indómita. El trueno que destruye la tranquilidad y se aloja en tu corazón.
Nunca la habían sometido, y esta vez no iba a cambiar. Al cabo de un par de
horas, el viejo se levantó. Miró por última vez a la chica. Y con un suspiro se
fue.
A la mañana siguiente la joven había desaparecido. Era un
viernes de octubre. Él presentó su carta de dimisión.
“Estoy muy mayor para seguir con esto. Además, ya no soy
capaz de hacer mi trabajo como debería. Comprendí que esos ojos nunca podrían
ser encarcelados. No puedes hacer razonar a un incendio, créanme. No sé si en
lo poco que me queda de vida volveré a ver a la joven que anoche apareció
encarcelada. De lo mucho que conversé con ella sólo saqué en clara una cosa:
esa mirada no es de este mundo. No rinde cuentas a nadie. Esa mirada pertenece
a un mundo al que yo, y cualquiera de ustedes no tenemos acceso. Asumo la
responsabilidad de haber dejado en libertad a esa joven.”
Al llegar a casa cerró la puerta con cuidado de no despertar
a Viny. Lo último que necesitaba en ese momento era una estampida de ladridos
desbocados. En la cocina olía a manzana, especias y petricor. Cerró la ventana
del patio y fregó el charco de lluvia junto a ella. Calentó café. Agarró la
taza con ambas manos y recordó a la chica. Entonces lloró: esas manos
danzarinas. La risa desde lo profundo del alma. Esas cejas festivas que dudaban
de todo. La melena de caracolas marrones…
Corría el año 1965. Le habían mentido: no murió en aquel
bombardeo durante la guerra. Su nieta estaba viva.
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