martes, 8 de octubre de 2019

La chispa perdida

Érase una prisión custodiada por un viejo carcelero. Todas las noches hacía ronda para ver que todos los presos descansaban, o al menos para cerciorarse de que no había escándalo. Desde su incorporación no se habían producido incidentes reseñables, pues el carcelero acostumbraba a tratar con los presos. Cuando un convicto era añadido a los allí encerrados, el carcelero cogía el taburete de su garita, se sentaba frente a la celda y conversaba. Entonces el reo era sometido a un proceso de deconstrucción en el que todo su mundo parecía quedar reducido a la voz de aquel anciano. 
Nadie quería hablar con el carcelero. A pesar de no juzgarles, aquel hombre parecía tener la habilidad de cuestionar todo cimiento que soportara su ser. Los presos confesaban. Admitían intimidades muy lejos del motivo por el que entraron en la cárcel. La voz del anciano era lo que los antiguos  atribuían a las sirenas en la mar. ¿Por entretenimiento? Tal vez, pero nadie sabía por qué realizaba todo esto. Al viejo le gustaba  decir que era una cuestión de pura humanidad. Sea como fuere, cuando el carcelero hacía su ronda todos se tapaban los oídos y agachaban la cabeza. Entonces el anciano sonreía satisfecho.
Una noche de lluvia fina, el anciano vigilante se encontraba en su garita. Hacía mucho frío. El olor a café daba cierta sensación de calidez y hogar. De pronto, una puerta abriéndose: una cabalgata de pasos desordenados. Forcejeo y empujones. La celda cerrándose. El viejo apuró lo que quedaba en la taza: tocaba trabajar. Taburete en mano enfiló el pasillo que separaba la garita de la nueva incorporación a la lista de convictos. Era una joven. Veintipocos, pensó.
—Buenas noches, señorita —comenzó el viejo.
—No tengo nada que hablar contigo. Déjame en paz —sollozaba.
—Oh, vamos, seguro que algo tienes que contarme —sonreía el carcelero— ¿Qué te trae por aquí?
La joven levantó la cabeza y se apartó los rizos de la frente. Miró al anciano a los ojos, limpiándose la cara con la manga.  El anciano se sobresaltó, pues nunca había visto unos ojos como aquellos: una mirada de fuego y del color de las llamas. La joven ya no lloraba. Miraba fijamente a su acompañante: rímel corrido y despeinada.
Conversaron como hoguera y ventisca. La voz del carcelero, profunda e infinita como el eco de las cavernas. La mirada de la encarcelada, incandescente y rebelde como una estrella que se niega a morir. Él buscaba un resquicio al que agarrarse. Una forma de ganar terreno. Algo de lo que tirar para vencer en una batalla que por primera vez no ganaba con facilidad. Ella era indómita. El trueno que destruye la tranquilidad y se aloja en tu corazón. Nunca la habían sometido, y esta vez no iba a cambiar. Al cabo de un par de horas, el viejo se levantó. Miró por última vez a la chica. Y con un suspiro se fue.
A la mañana siguiente la joven había desaparecido. Era un viernes de octubre. Él presentó su carta de dimisión.
“Estoy muy mayor para seguir con esto. Además, ya no soy capaz de hacer mi trabajo como debería. Comprendí que esos ojos nunca podrían ser encarcelados. No puedes hacer razonar a un incendio, créanme. No sé si en lo poco que me queda de vida volveré a ver a la joven que anoche apareció encarcelada. De lo mucho que conversé con ella sólo saqué en clara una cosa: esa mirada no es de este mundo. No rinde cuentas a nadie. Esa mirada pertenece a un mundo al que yo, y cualquiera de ustedes no tenemos acceso. Asumo la responsabilidad de haber dejado en libertad a esa joven.”
Al llegar a casa cerró la puerta con cuidado de no despertar a Viny. Lo último que necesitaba en ese momento era una estampida de ladridos desbocados. En la cocina olía a manzana, especias y petricor. Cerró la ventana del patio y fregó el charco de lluvia junto a ella. Calentó café. Agarró la taza con ambas manos y recordó a la chica. Entonces lloró: esas manos danzarinas. La risa desde lo profundo del alma. Esas cejas festivas que dudaban de todo. La melena de caracolas marrones…
Corría el año 1965. Le habían mentido: no murió en aquel bombardeo durante la guerra. Su nieta estaba viva.


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