Papá abrió la puerta un segundo antes de gritar. Un grito que me heló la sangre. Estaba tirado en el suelo: el mango de un cuchillo asomaba en su pecho. Miré a mamá desde la otra punta del salón. Delante de papá, aún en el umbral, aquel monstruo aún sonreía. Emitió algo parecido a una risa y recuperó el cuchillo. El sonido del metal segando hueso, músculo y piel. Corrí a esconderme a la habitación del fondo. No me había visto, o eso esperaba. Las pisadas profundas como las de un gigante. Un paso, dos pasos. Un silencio atronador se vertía por toda la casa. Un paso, dos pasos. Rezaba porque no hubiera oído la puerta al cerrarse. Sin encender la luz, me metí en el armario. Aquel monstruo se reía. Un paso, dos pasos. La cara de papá en una mueca con los ojos desorbitados no se iba de mi mente.
El armario tenía un doble fondo que a mamá se le ocurrió hacer para guardar algo de comida y agua. Decía que eso era lo normal en las cabañas de alta montaña. Cerré la trampilla y contuve la respiración. Apenas podía escuchar ruido alguno. Sólo mis latidos reverberaban en un pequeño cubículo que tenía el espacio justo para sentarme con las piernas recogidas. Me di la vuelta y corrí en cuanto vi a papá en el suelo. ¿Y mamá? ¿Habría corrido la misma suerte? La puerta de la habitación se abrió. Un paso, dos pasos. Tenía ganas de llorar, pero tenía que contener la respiración. Cada latido desbocado era una provocación: una llamada de atención que estaba segura que aquel hombre podría oír.
La puerta del armario abriéndose. Apenas unos centímetros me separaban del monstruo. Luchaba por no temblar. Nunca en mi vida había sentido tanto miedo. Unos segundos más tarde el monstruo retiró la cabeza. Su olor ocre, una mezcla entre madera y sudor, difuminándose según se alejaba del armario. Un paso, dos pasos. Se detuvo. De nuevo dejé de respirar. Estaba segura de que no sabía que estaba ahí. Sino me habría hecho lo mismo que a papá. Puede que algo peor. Un paso, dos pasos. Se acercaba de nuevo. Tensé todos los músculos. Un golpe en la puerta del armario. Luego nada. De nuevo aquel olor dulzón a resina y suciedad. Cerré los ojos. Una gota de sangre me cayó en la mano: en ese momento fui consciente de estar mordiéndome el labio. Quería llorar. Salir a buscar a mi madre. La imagen de papá atravesado…
El monstruo pareció darse por vencido. Un paso, dos pasos… Perdiéndose en la lejanía. Después, vino el silencio. Supe que se había ido. Sin embargo, no tuve fuerzas para salir. Me desvanecí dentro de aquel armario. Al despertar, el cuerpo se me resentía en cada bocanada de aire que tomaba. De repente recordé: la barba, la altura descomunal… Papá muerto y mamá probablemente también. ¿Y si estaba fuera esperando a que saliera?
Al cabo de un rato conseguí reunir el coraje suficiente para salir del doble fondo. Todo sumido en la más completa oscuridad. Salí de la habitación. Me temblaba hasta el mismo alma. El cadáver de papá seguía en el suelo sobre una mancha color cobre. Busqué a mamá: ni rastro. Mamá había desaparecido. El apartamento seguía abierto: una gélida ventisca se colaba. Cerré la puerta y un pequeño papel reposaba sobre la maneta. Lo que estaba escrito me transportó al terror más primordial:
Has sido lista al no encender la luz.
Volveremos a vernos.
Firmado: tu verdadero padre.
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